Mi nombre es Mirian y soy rica.
Muy rica. Extremadamente rica. En cambio Alberto, mi hermano, es tan pobre que
únicamente tiene dinero. Tan solo eso. Nada más.
Para contaros el porqué de mi riqueza nos remontaremos al año 1.984,
treinta años atrás. Yo apenas había cumplido los diecinueve por aquel entonces
y Alberto tenía veinticuatro. Mi hermano se había pasado la vida diciéndome que
yo debía casarme con alguien que poseyera título nobiliario. Pero desde que
cumplí los dieciséis su insistencia se había vuelto tan persistente que llegó a
obsesionarle convirtiendo ese deseo en su cruzada personal. Alberto decidió que
yo sería la encargada de emparentar a la familia con la nobleza sí o sí. Y para
llegar a tal fin no paraba de presentarme a todos sus amigos y con cuantos se
codease siempre y cuando perteneciesen a esa noble clase. Evidentemente no era
por una cuestión económica ni mucho menos, mi familia provenía de la alta
burguesía, eran dueños de cuantiosas empresas y el dinero nunca resultó ser un
problema o un bien escaso en nuestro hogar, manaba como de una fuente. Pero
alcanzar ese dichoso título se había apoderado de su cabeza de tal forma que lo
nubló. Y lo peor, consiguió convencer a mi padre de ello y él también le apoyó.
La única que no opinó, para no variar, fue mi madre. Ella calló como siempre.
Su boca nunca contradecía a los dos hombres de la casa. Sus palabras eran la
ley y su ley algo indiscutible. Así que me vi sola, sin ayuda de nadie ante la
locura de casarme con quien ellos dijesen. Debía ser sumisa a su decisión sin
rechistar y en aquel momento, viéndome tan sola, callé.
Aquel verano hubo un problema de tuberías en nuestra casa y mis padres,
como de costumbre, avisaron a Narciso, el fontanero habitual. Pero esta vez
Narciso no venía solo, traía como ayudante a su hijo; un guapísimo muchacho que
me agitó el corazón nada más ver sus brillantes ojos color miel, su moreno pelo
ondulado y su bonita sonrisa marcando un gracioso hoyuelo en su barbilla. Se
llamaba Eduardo, Edu para todos, me aclaró al presentarse. Y Edu sería el
responsable de cambiar todo en mi vida, de hacerme extraordinariamente rica.
Mientras Narciso contaba que su hijo tenía veinte años y era un buen
estudiante que acababa de finalizar con gran éxito el primer año de
Veterinaria, Alberto y su despreciativa mirada analizaba a Edu de arriba abajo
sin dar ni los buenos días, cuanto menos estrechar la mano con él. Después de
marcar su terreno con su desafiante mirar Alberto se marchó, desprendiendo por
el camino sus aires de superioridad e indiferencia para hacerle comprender a
Edu que él pertenecía a una clase superior que ni en sueños pretendía mezclarse
con un obrero, un manos sucias. Ese era el apodo con que mi hermano se dirigía
a la clase obrera: manos sucias. Explicaba que los llamaba así porque era
imposible no ver la suciedad y los restos de su trabajo incrustados en sus
agrietadas y ásperas manos y por debajo de sus uñas. Y lo describía con cara de
asco al hacerlo, realmente los tenía aversión, los trataba como a leprosos.
Nunca entendí esa actitud de mi hermano, esa manera de sentirse más que los
demás. No logré comprenderlo jamás ni a día de hoy, pasados treinta años, lo
había conseguido.
Edu y yo nos sentimos atraídos desde el primer momento y los dos fuimos
conscientes de ello. Y como quería continuar viéndole, que regresase a mi casa,
me dediqué a atascar tuberías para darle más trabajo. Cuando comprendí que
tanta avería iba a llamar la atención pues hasta Narciso andaba un poco
mosqueado, le pedí a mi madre reformar mi baño entero, quería cambiar de lugar
la disposición de todos los sanitarios. Sin poner ninguna objeción, mi madre
aceptó. Aquella reforma les llevó más de dos semanas, un tiempo maravilloso en
el que intenté separarme de Edu lo menos posible. No solo era guapo, además era
simpático, divertido, inteligente y se podía entablar cualquier tipo de
conversación con él. Con la excusa de que debían hidratarse por el calor que se
concentraba en aquel baño, les acercaba muy frecuentemente un refrigerio.
Alguna vez también lo acompañaba con algún aperitivo para que llenasen un poco
el estómago, aunque mi verdadera finalidad era hacer que Narciso, con tanto
líquido y su poca retención en la vejiga, tuviese que ahuyentarse al baño de la
planta baja y Edu y yo nos quedásemos solos unos minutos. Unos minutos en los
que nuestros ojos se hablaban y nuestras sonrisas no paraban de desearse. Justo
el día que terminaban con la reforma, en una de las últimas visitas de Narciso
al baño, Edu me pidió una cita. Dudé qué contestar, sabía que mi familia nunca
me permitiría ni aprobaría salir con él. Edu pareció leerlo en mi mente y al
momento se disculpó por hacerlo. “Perdóname, por un instante he olvidado que
provenimos de clases muy distintas”. Le expliqué que no se confundiese, que eso
a mí no me importaba en absoluto, pero era cierto que mi hermano, antes que
nadie, se opondría de plano si se enterase. Le propuse, siempre y cuando no le
hiciese sentir mal, vernos a escondidas, en lugares donde ni mi familia ni sus
amistades pudiesen acudir. Edu aceptó de inmediato y quedamos en vernos en la cafetería
de un pueblo alejado de nuestra ciudad.
Para salir ese día puse la excusa de irme con Nora y Blanca, mis dos
mejores amigas. Contándoles una buena y creíble mentira, les avisé por si mi
hermano las llamaba para comprobar que estuviese con ellas, Alberto me tenía
muy medidos los pasos. Aquella primera cita con Edu fue maravillosa. Nos
confesamos que estábamos enamorados, que nos queríamos, y sellamos nuestra
confesión con un beso dulce, apasionado pero un poco contenido y lleno de amor.
Nuestro primer beso. Aunque no fue el último de esa cita, nuestras bocas
después de probarse no querían separarse nunca.
Durante un mes Edu y yo nos vimos en cinco ocasiones más. Todas las
citas fueron fantásticas, nos sentíamos como almas gemelas, hechos el uno para
el otro, y así nuestro amor crecía como un rayo, con velocidad vertiginosa.
Pero en la sexta cita ocurrió algo que terminó cambiando mi vida, la vida que
conocía hasta ese momento. Mi hermano, sin saber cómo se enteró pues jamás me
lo dijo, se presentó mientras Edu y yo apaciguábamos nuestro amor con un largo beso. De un brusco tirón me separó de
él y acto seguido comenzó a darle puñetazos a diestro y siniestro, como una
bestia descontrolada. Al mismo tiempo le gritaba que yo no era para él, un
miserable manos sucias, y que si volvía a acercarse a mí le mataría; algo que
creí iba a hacer en ese mismo momento de no ser separado por unos clientes de
la cafetería. Edu sangraba por la boca, nariz, e incluso ceja, su cara había
quedado hecha un cristo. Sin parar de llorar intenté acercarme a él, pero
Alberto me lo impidió dándome un fuerte empujón y sacándome de allí arrastras.
Tres meses pasaron hasta tener de nuevo noticias de Edu. Tres meses
largos y asfixiantes en los que Alberto no me dejó salir y yo únicamente deseé
morir. Un día Ana, una de las criadas, me pasó una nota proveniente de él, de
Edu, de mi amor. Me rogó que guardase silencio, se jugaba su trabajo de
enterarse alguien. “Tranquila, nadie lo sabrá”, contesté con el corazón
desbocado. En la nota Edu me suplicaba verme, no podía pasar un día más sin mí,
me amaba. Me pedía una contestación lo antes posible con el día, lugar y hora
para nuestro encuentro. En ese momento tomé una decisión, la mejor de toda mi
vida, e ideé un plan perfecto para poderla llevar a cabo. Después de darle otra
nota a Ana con mi contestación para Edu, bajé al salón y le comuniqué a mi
hermano que quería salir con uno de sus amigos, uno que ostentaba el título de
Marqués concretamente y que me había tirado los tejos en más de una ocasión.
Alberto no tardó ni un segundo en llamarle para concertar una cita dentro de
dos días, cuando yo le dije. Luego, tras colgar, me abrazó y besó feliz
diciéndome que le alegraba enormemente ver que por fin había entrado en razón.
Yo asentí y le contesté que había abierto los ojos, había permanecido
totalmente confundida pero ahora lo tenía todo claro. Mentira podrida. Aunque
sirvió para convencer a mi hermano que era lo que me importaba. Lo que él
ignoraba y ni podría imaginar era que esa cita sería mi
puerta de escapatoria y la encargada de abrirme la felicidad, la excusa ideal
para poder marcharme de casa sin problemas. Naturalmente nunca llegué a esa
cita con el marquesito de marras, a la que asistí fue a la de mi amor, Edu. Esa
misma tarde los dos nos marchamos a Sevilla, a la otra punta de la península.
Él allí tenía unos familiares que nos acogerían y darían trabajo, tenían una
pequeña empresa dedicada a la confección de calzado. No me quedó más remedio
que tomar aquella decisión y escapar, huir a un lugar que mi familia ni
sospechase. Ellos jamás me permitirían estar con Edu y yo no quería ni
necesitaba otra cosa en el mundo.
Los primeros años fueron muy duros, de mucho esfuerzo, pero también los
más felices de mi vida. Por primera vez sufrí en mis carnes el significado de
“ganarse el pan con el sudor de tu frente”, esforzarte para conseguir algo, no
pedirlo y obtenerlo al momento y sin más. Y resultaba gratificante, duro pero
reconfortante y motivador.
Durante todos estos años supe por la prensa que mi hermano se había
casado cuatro veces y jamás emparentó con la nobleza. Pero además esos
matrimonios, aparte de no aportarle ningún descendiente, solo sirvieron para
hacerle perder un buen pico de dinero y el apodo de “El lobo solitario”. La
prensa le definía como una persona desconfiada, que con los años se había
vuelto parco en palabras y hasta un poco huraño. Lo primero estaba convencida
no era un problema para él, perder una gran cantidad de su cuantiosa fortuna
sería algo que, seguramente, repondría en poco tiempo. Pero la soledad, no
conocer el verdadero amor ni tener hijos era lo que le había vuelto de esa
forma, estaba convencida. Su vida era como una nuez vana. Su aspecto exterior
era igual de saludable que el de las demás, pero por dentro estaba hueca,
vacía. Eso era lo que le había amargado su carácter, el no tener nada realmente
importante en la vida. Por eso yo soy rica. Muy rica. Extremadamente rica. Y lo
soy porque vivo con un hombre maravilloso que me ama y al que quiero con
locura. Él me ha hecho los dos mejores regalos de mi vida, Elena y Miguel, mis
hijos; dos personas increíbles que junto a los nietos que me han dado colman
por completo la saca de mi abundancia. Tengo todo cuanto preciso y reboso amor
en cantidades industriales. Por todo eso mi riqueza supera a la de mi hermano,
es más abundante que todo el dinero que amase Alberto, que todos los beneficios
que den sus importantes empresas. Porque la única y verdadera fortuna en este
mundo solo se concentra en una corta palabra: AMOR. Y quien lo tiene y disfruta
puede considerarse rico. Muy rico. Extremadamente rico.
Autora: Eva Zamora
Fotografía: wikipedia
Gracias a mi amiga Eva por este maravilloso regalo.
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