Mostrando entradas con la etiqueta micro-relato. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta micro-relato. Mostrar todas las entradas

viernes, 28 de abril de 2017

Aquella mujer



Aquella mujer no era nadie especial. Simple ama de casa desde hacía años, trabajadora incansable en otros tiempos, hija subyugada a un padre viudo y enfermo, madre abnegada a unos hijos de los cuales se sentía tremendamente orgullosa y, ante todo, esposa y amante fiel. En definitiva, nadie especial.

A menudo pensaba qué sentirían los demás por ella, si el amor de sus hijos sería tan grande como el suyo, si su padre la necesitaba tanto como parecía o solo era hábito por comodidad, si su marido en verdad aún la amaba o tan solo permanecía con ella por conformismo en la costumbre. Asimismo, con frecuencia se preguntaba si alguien la echaría de menos si llegase a faltar, pero no por necesidad, sino por amor, porque ella, en definitiva, no se sentía nadie especial.

Aquella mujer creía que no aportaba nada a esta vida, ni al mundo, ni a la historia, no era capaz de ver con cuánto había colaborado ya a la sociedad.

Aquella mujer no imaginaba lo que la querían y necesitaban sentimentalmente y con resignación prosiguió a diario con los quehaceres de su vida, envejeciendo de forma prematura hasta desaparecer. Aquella especial mujer abandonó nuestro mundo antes de lo debido y se marchó de él sin saber lo que los demás veían en ella: la gran persona que habitaba su alma, su colosal papel como madre e hija, su grandeza como aliada, amante y compañera y la enorme amiga que llevaba en su interior y que se daba de continuo a los demás. Aquella mujer no vio el amor de cuantos la rodeaban y ella quería, y no porque no quisiera hacerlo, sino porque no se lo mostraron. Nadie supo demostrarle, como debía, lo que significaba para cada uno de ellos, lo que importaba y aportaba en sus vidas. Sentir que valía tan poco cuando los demás lo eran todo para ella le carcomió el alma, la mató por dentro.


Moraleja: Muestra siempre cuánto amas a los que te aman a ti. Muéstralo a diario, con palabras y hechos. Alimenta el amor de los demás, ellos también necesitan nutrirse de él para vivir.


Dedicado a todas las madres, hijas, esposas y amigas. Gracias a todas.


Relato: Eva Zamora

Fotografía: internet 


Contacto: cosasquesiento@gmail.com
Twitter: @c_grant1 
Facebook: Rita

sábado, 24 de diciembre de 2016

El último día del Iceberg


Expo de Zaragoza, el último día del Iceberg 2008

Arturo y Martina han vivido su primer amor, solo tienen 6 años, pero nunca se olvidaran de esta Expo. Una lágrima se escapaba del ojito oblicuo de la pequeña, mientras él, se intentaba hacer el duro tirando piedras al río Ebro. Se despedían y quien sabe cuando se volverán a ver. Hijos de técnicos del Iceberg, han pasado el verano jugando con pingüinos, mojándose en las fuentes programadas , persiguiéndose entre pabellones, bailando en conciertos, aplaudiendo a las marionetas, paseando cogidos de la mano por la plaza Aragón y haciendo reír al equipo Focus. Martina nació en China, Arturo en Cataluña, ellos son los mas pequeños, pero seguramente su historia no es única. Este verano en Zaragoza habrán surgido muchas más. Gente de diferentes países y razas que se han conocido y enamorado, o que habrán trabado una fuerte amistad. Personas que se separan y que lucharan por que la distancia no sea el olvido.


Relato: Mar Eguiluz
Fotografía del Glaciar Perito Moreno by Mar Eguiluz.


Contacto: cosasquesiento@gmail.com
Twitter: @c_grant1 
Facebook: Rita



Poemario: Punto y seguido
Poemario: Se avecinan noches de tormenta



domingo, 18 de diciembre de 2016

ADMIRACIÓN


La exposición de fotografía me encantó. Aunque debía reconocer que solo estaba allí por ella, por mi mujer, por acompañarla. Era la primera exposición de su amiga y, según ella, debíamos estar apoyándola.
  Acudieron unos tipos de esos que se hacen llamar entendidos, de los que cuando observan una obra, sea del tipo que sea, siempre ven cosas que tú no podrías ni imaginar. Gente que a mí, particularmente, me hacen parecer un inculto al no psicoanalizar el arte en el mismo grado que sus “excelencias”. Unas excelencias estiradas que se encontraban en este momento intercambiando palabras con mi mujer y su amiga.
  Ana, mi esposa, hablaba con ellos sobre una de las fotografías y ellos la escuchaban y asentían. ¡Oh, admiraba tanto eso de Ana! Tenía una cualidad innata para sobresalir ante los demás y una extraordinaria capacidad de recursos para intercambiar opiniones sobre cualquier tema, a pesar de no ser una entendida en él. La observaba sin dejar de pensar lo guapa que era, la maravilla de persona que tenía a mi lado y cuánto la deseaba. Y en ese momento, viendo a esos entendidos de arte escuchándola con expectación y sin abrir la boca, la deseé como nunca. Sentí un impulso fiero que tuve que reprimir con fuerza, pues las ganas por apartarla de ellos, apoyarla en la pared, subir su corto vestido y hacerle el amor como un loco me pillaron desprevenido. Si bien terminaron dibujándome una sonrisa al imaginar hacer semejante acto delante de aquellos críticos de pacotilla. Ana con las piernas enredadas en mis caderas, jadeando sin parar, pidiéndome más, enardecida; y yo entregándome entero, embistiendo sus ganas, acometiendo su deseo, gimiendo a su compás hasta hacerla sucumbir al éxtasis para después, sintiendo su orgasmo, rendirme yo al mío. De seguro que esos tipos, con su estirada forma de ser, no tendrían ni idea de hacer algo así, en su vida habrían hecho gozar en condiciones a una mujer por miedo a arrugarse la piel.
  Los ojos de Ana me buscaron y me hicieron una seña para acercarme, consiguiendo que la sonrisa se me borrara de la cara de inmediato. No obstante, como buen marido que era, me aproximé hasta ellos sin protestar, ni siquiera a mí mismo. Eso sí, lo hice tan solo porque ella me lo pidió, y yo la amaba tanto que era capaz de aguantar la verborrea de esos payasos expertos en hablar sobre el trabajo de los demás, pero siendo incompetentes en ver los muchos fallos en sí mismos.
  Y de esa forma, prosiguiendo con mi observación, ahora desde la cercanía a la distancia de su rostro, pensé en cómo Ana me había hecho enteramente suyo. Cómo habiendo mujeres mucho más guapas que ella, con figuras de escándalo, con una forma de contonearse sexy y provocadora ninguna conseguía excitarme o hacerme fantasear con sus cuerpos. Ni siquiera llegaban a alterarme o a descentrarme. Sin embargo ella, con solo una sugerente mirada, me hacía desesperar. Reflexioné más aún y llegué a una clara conclusión, a pesar de estar el mundo lleno de mujeres mi alma solo palpitaba por una y no podía imaginar mi vida sin ella. Mi corazón, hacía años, se había tatuado el nombre de Ana y no podía ni quería pensar en otra mujer para compartir la vida. Mi amor, mi pasión y mi admiración, de manera absoluta y definitiva, estaban rendidos a sus pies.
  Ana no era la mujer más guapa, ni la más sexy, ni la más graciosa o simpática. No. Ana simplemente era una mujer corriente, pero resultaba ser la corriente de mi vida y corazón. Tan solo ella, una mujer de extraordinarios recursos capaz de dejar con la boca abierta al mayor de los enteradillos.



Relato: Eva Zamora
Blog: Eva Zamora 
Fotografía: wikipedia 


Contacto: cosasquesiento@gmail.com
Twitter: @c_grant1 
Facebook: Rita



Poemario: Punto y seguido
Poemario: Se avecinan noches de tormenta



viernes, 29 de julio de 2016

Náufragos



No eran Rose y Jack en el Titanic, ni podían compararse con Robinson y Viernes de aquella isla habitada por caníbales; no eran esa clase de personajes, aunque se asemejaban en parte. Tampoco había barcos ni islas perdidas en el océano. Esa etapa había sido superada con varias muertes en la memoria. Hoy, simplemente, eran dos seres en una habitación, en medio de la ciudad, desconectados del mundo, alejados de cualquier radar, fuera de todas las rutas legítimas; pero unidos por el mismo tipo de amor, o de amistad, que siempre ha unido a dos náufragos en cualquier época y lugar del universo. Yusuf había dejado mujer e hijos en Damasco; Naima había perdido a los suyos en el primer purgatorio de aquel puerto europeo, contrapunto de su Palmira natal. Ambos llevaban meses rogando, llorando, suplicando aquí y allá… Nadie podía hacer nada…; tan solo quedaba esperar y seguir buscando… Mas hoy, y ahora, sus cuerpos, y sus almas, encontraban el consuelo de los besos y las caricias que el mar y la distancia se habían tragado.



22 de julio 2016 

Relato: Luis Cuesta 

Fotografía: internet


Contacto: cosasquesiento@gmail.com
Twitter: @c_grant1 
Facebook: Rita



miércoles, 6 de agosto de 2014

La extraordinaria riqueza de solo cuatro letras

love para Cosas que siento

    Mi nombre es Mirian y soy rica. Muy rica. Extremadamente rica. En cambio Alberto, mi hermano, es tan pobre que únicamente tiene dinero. Tan solo eso. Nada más.

  Para contaros el porqué de mi riqueza nos remontaremos al año 1.984, treinta años atrás. Yo apenas había cumplido los diecinueve por aquel entonces y Alberto tenía veinticuatro. Mi hermano se había pasado la vida diciéndome que yo debía casarme con alguien que poseyera título nobiliario. Pero desde que cumplí los dieciséis su insistencia se había vuelto tan persistente que llegó a obsesionarle convirtiendo ese deseo en su cruzada personal. Alberto decidió que yo sería la encargada de emparentar a la familia con la nobleza sí o sí. Y para llegar a tal fin no paraba de presentarme a todos sus amigos y con cuantos se codease siempre y cuando perteneciesen a esa noble clase. Evidentemente no era por una cuestión económica ni mucho menos, mi familia provenía de la alta burguesía, eran dueños de cuantiosas empresas y el dinero nunca resultó ser un problema o un bien escaso en nuestro hogar, manaba como de una fuente. Pero alcanzar ese dichoso título se había apoderado de su cabeza de tal forma que lo nubló. Y lo peor, consiguió convencer a mi padre de ello y él también le apoyó. La única que no opinó, para no variar, fue mi madre. Ella calló como siempre. Su boca nunca contradecía a los dos hombres de la casa. Sus palabras eran la ley y su ley algo indiscutible. Así que me vi sola, sin ayuda de nadie ante la locura de casarme con quien ellos dijesen. Debía ser sumisa a su decisión sin rechistar y en aquel momento, viéndome tan sola, callé.

  Aquel verano hubo un problema de tuberías en nuestra casa y mis padres, como de costumbre, avisaron a Narciso, el fontanero habitual. Pero esta vez Narciso no venía solo, traía como ayudante a su hijo; un guapísimo muchacho que me agitó el corazón nada más ver sus brillantes ojos color miel, su moreno pelo ondulado y su bonita sonrisa marcando un gracioso hoyuelo en su barbilla. Se llamaba Eduardo, Edu para todos, me aclaró al presentarse. Y Edu sería el responsable de cambiar todo en mi vida, de hacerme extraordinariamente rica.

  Mientras Narciso contaba que su hijo tenía veinte años y era un buen estudiante que acababa de finalizar con gran éxito el primer año de Veterinaria, Alberto y su despreciativa mirada analizaba a Edu de arriba abajo sin dar ni los buenos días, cuanto menos estrechar la mano con él. Después de marcar su terreno con su desafiante mirar Alberto se marchó, desprendiendo por el camino sus aires de superioridad e indiferencia para hacerle comprender a Edu que él pertenecía a una clase superior que ni en sueños pretendía mezclarse con un obrero, un manos sucias. Ese era el apodo con que mi hermano se dirigía a la clase obrera: manos sucias. Explicaba que los llamaba así porque era imposible no ver la suciedad y los restos de su trabajo incrustados en sus agrietadas y ásperas manos y por debajo de sus uñas. Y lo describía con cara de asco al hacerlo, realmente los tenía aversión, los trataba como a leprosos. Nunca entendí esa actitud de mi hermano, esa manera de sentirse más que los demás. No logré comprenderlo jamás ni a día de hoy, pasados treinta años, lo había conseguido.

  Edu y yo nos sentimos atraídos desde el primer momento y los dos fuimos conscientes de ello. Y como quería continuar viéndole, que regresase a mi casa, me dediqué a atascar tuberías para darle más trabajo. Cuando comprendí que tanta avería iba a llamar la atención pues hasta Narciso andaba un poco mosqueado, le pedí a mi madre reformar mi baño entero, quería cambiar de lugar la disposición de todos los sanitarios. Sin poner ninguna objeción, mi madre aceptó. Aquella reforma les llevó más de dos semanas, un tiempo maravilloso en el que intenté separarme de Edu lo menos posible. No solo era guapo, además era simpático, divertido, inteligente y se podía entablar cualquier tipo de conversación con él. Con la excusa de que debían hidratarse por el calor que se concentraba en aquel baño, les acercaba muy frecuentemente un refrigerio. Alguna vez también lo acompañaba con algún aperitivo para que llenasen un poco el estómago, aunque mi verdadera finalidad era hacer que Narciso, con tanto líquido y su poca retención en la vejiga, tuviese que ahuyentarse al baño de la planta baja y Edu y yo nos quedásemos solos unos minutos. Unos minutos en los que nuestros ojos se hablaban y nuestras sonrisas no paraban de desearse. Justo el día que terminaban con la reforma, en una de las últimas visitas de Narciso al baño, Edu me pidió una cita. Dudé qué contestar, sabía que mi familia nunca me permitiría ni aprobaría salir con él. Edu pareció leerlo en mi mente y al momento se disculpó por hacerlo. “Perdóname, por un instante he olvidado que provenimos de clases muy distintas”. Le expliqué que no se confundiese, que eso a mí no me importaba en absoluto, pero era cierto que mi hermano, antes que nadie, se opondría de plano si se enterase. Le propuse, siempre y cuando no le hiciese sentir mal, vernos a escondidas, en lugares donde ni mi familia ni sus amistades pudiesen acudir. Edu aceptó de inmediato y quedamos en vernos en la cafetería de un pueblo alejado de nuestra ciudad.

  Para salir ese día puse la excusa de irme con Nora y Blanca, mis dos mejores amigas. Contándoles una buena y creíble mentira, les avisé por si mi hermano las llamaba para comprobar que estuviese con ellas, Alberto me tenía muy medidos los pasos. Aquella primera cita con Edu fue maravillosa. Nos confesamos que estábamos enamorados, que nos queríamos, y sellamos nuestra confesión con un beso dulce, apasionado pero un poco contenido y lleno de amor. Nuestro primer beso. Aunque no fue el último de esa cita, nuestras bocas después de probarse no querían separarse nunca.

  Durante un mes Edu y yo nos vimos en cinco ocasiones más. Todas las citas fueron fantásticas, nos sentíamos como almas gemelas, hechos el uno para el otro, y así nuestro amor crecía como un rayo, con velocidad vertiginosa. Pero en la sexta cita ocurrió algo que terminó cambiando mi vida, la vida que conocía hasta ese momento. Mi hermano, sin saber cómo se enteró pues jamás me lo dijo, se presentó mientras Edu y yo apaciguábamos nuestro amor con un  largo beso. De un brusco tirón me separó de él y acto seguido comenzó a darle puñetazos a diestro y siniestro, como una bestia descontrolada. Al mismo tiempo le gritaba que yo no era para él, un miserable manos sucias, y que si volvía a acercarse a mí le mataría; algo que creí iba a hacer en ese mismo momento de no ser separado por unos clientes de la cafetería. Edu sangraba por la boca, nariz, e incluso ceja, su cara había quedado hecha un cristo. Sin parar de llorar intenté acercarme a él, pero Alberto me lo impidió dándome un fuerte empujón y sacándome de allí arrastras.

  Tres meses pasaron hasta tener de nuevo noticias de Edu. Tres meses largos y asfixiantes en los que Alberto no me dejó salir y yo únicamente deseé morir. Un día Ana, una de las criadas, me pasó una nota proveniente de él, de Edu, de mi amor. Me rogó que guardase silencio, se jugaba su trabajo de enterarse alguien. “Tranquila, nadie lo sabrá”, contesté con el corazón desbocado. En la nota Edu me suplicaba verme, no podía pasar un día más sin mí, me amaba. Me pedía una contestación lo antes posible con el día, lugar y hora para nuestro encuentro. En ese momento tomé una decisión, la mejor de toda mi vida, e ideé un plan perfecto para poderla llevar a cabo. Después de darle otra nota a Ana con mi contestación para Edu, bajé al salón y le comuniqué a mi hermano que quería salir con uno de sus amigos, uno que ostentaba el título de Marqués concretamente y que me había tirado los tejos en más de una ocasión. Alberto no tardó ni un segundo en llamarle para concertar una cita dentro de dos días, cuando yo le dije. Luego, tras colgar, me abrazó y besó feliz diciéndome que le alegraba enormemente ver que por fin había entrado en razón. Yo asentí y le contesté que había abierto los ojos, había permanecido totalmente confundida pero ahora lo tenía todo claro. Mentira podrida. Aunque sirvió para convencer a mi hermano que era lo que me importaba. Lo que él ignoraba y ni podría imaginar era que esa cita sería mi puerta de escapatoria y la encargada de abrirme la felicidad, la excusa ideal para poder marcharme de casa sin problemas. Naturalmente nunca llegué a esa cita con el marquesito de marras, a la que asistí fue a la de mi amor, Edu. Esa misma tarde los dos nos marchamos a Sevilla, a la otra punta de la península. Él allí tenía unos familiares que nos acogerían y darían trabajo, tenían una pequeña empresa dedicada a la confección de calzado. No me quedó más remedio que tomar aquella decisión y escapar, huir a un lugar que mi familia ni sospechase. Ellos jamás me permitirían estar con Edu y yo no quería ni necesitaba otra cosa en el mundo.

  Los primeros años fueron muy duros, de mucho esfuerzo, pero también los más felices de mi vida. Por primera vez sufrí en mis carnes el significado de “ganarse el pan con el sudor de tu frente”, esforzarte para conseguir algo, no pedirlo y obtenerlo al momento y sin más. Y resultaba gratificante, duro pero reconfortante y motivador.

  Durante todos estos años supe por la prensa que mi hermano se había casado cuatro veces y jamás emparentó con la nobleza. Pero además esos matrimonios, aparte de no aportarle ningún descendiente, solo sirvieron para hacerle perder un buen pico de dinero y el apodo de “El lobo solitario”. La prensa le definía como una persona desconfiada, que con los años se había vuelto parco en palabras y hasta un poco huraño. Lo primero estaba convencida no era un problema para él, perder una gran cantidad de su cuantiosa fortuna sería algo que, seguramente, repondría en poco tiempo. Pero la soledad, no conocer el verdadero amor ni tener hijos era lo que le había vuelto de esa forma, estaba convencida. Su vida era como una nuez vana. Su aspecto exterior era igual de saludable que el de las demás, pero por dentro estaba hueca, vacía. Eso era lo que le había amargado su carácter, el no tener nada realmente importante en la vida. Por eso yo soy rica. Muy rica. Extremadamente rica. Y lo soy porque vivo con un hombre maravilloso que me ama y al que quiero con locura. Él me ha hecho los dos mejores regalos de mi vida, Elena y Miguel, mis hijos; dos personas increíbles que junto a los nietos que me han dado colman por completo la saca de mi abundancia. Tengo todo cuanto preciso y reboso amor en cantidades industriales. Por todo eso mi riqueza supera a la de mi hermano, es más abundante que todo el dinero que amase Alberto, que todos los beneficios que den sus importantes empresas. Porque la única y verdadera fortuna en este mundo solo se concentra en una corta palabra: AMOR. Y quien lo tiene y disfruta puede considerarse rico. Muy rico. Extremadamente rico. 

Autora: Eva Zamora
Fotografía: wikipedia

Gracias a mi amiga Eva por este maravilloso regalo.


Contacto: cosasquesiento@gmail.com

Twitter: @c_grant1 
Facebook: Rita


jueves, 24 de julio de 2014

El exquisito gesto técnico de driblar y tirar

fútbol para Cosas que siento

Oscurecía en la plaza. El bullicio habitual del lugar se había apaciguado y las farolas empezaban a crear círculos amarillentos alrededor de un muchacho que se movía con gestos precisos alrededor de un balón de reglamento. Podía ser principios de octubre y un nuevo curso académico estaba a punto de comenzar.
El chaval golpeaba incansablemente el balón contra el muro de la iglesia que acotaba ese lado de la plaza. Era el único  trozo de pared  que quedaba liberado de puertas y escalones. Una y otra vez encaraba el esférico en la misma posición: la pierna derecha atornillada a la tierra, los hombros y las caderas acompañando el giro que iniciaba en cuanto el balón se alojaba en el empeine de su pié izquierdo. Durante toda la danza, la pelota no se movía ni un milímetro de su nido hasta que una descarga eléctrica la impulsaba a una velocidad de vértigo contra la pared, produciendo un sonido grave que satisfacía al jugador.
El posible contrincante, en ese momento en el imaginario del  joven, quedaba burlado por ese regatear y tirar pleno de eficacia y belleza.
        Desde la ventana de un piso, que en los barrios altos llamarían principal y que en esa hondonada era simplemente el primero encima de la churrería, se destacó el perfil de una persona que con gesto mecánico abrió el picaporte de la ventana y profirió la consabida llamada de “a cenar”,  produciendo un efecto, apenas perceptible,  en el muchacho que continuaba con su ritual.
Se disponía a golpear nuevamente la pelota cuando el sonido de ese reclamo se hizo, por fin, consciente en su mente, notando un matiz de apremio que lo paralizó durante un instante.  Sin casi interrupción, la mecánica de tiro se apoderó de él y su pié izquierdo golpeó una vez más el balón, secamente, con una potencia superior a todos los remates previos.  Quería cerrar la jornada con la mejor colocación de toda la  noche. La pelota rebotó contra la pared volviendo mansamente a la cercanía del jugador, como esos perros amados que después de una jornada de carreras y mimos se refugian entre las piernas de sus dueños.
Se volvía ensimismado hacia su casa cuando el cierre metálico del comercio que aún permanecía abierto se cerró con estruendo. Su imagen disparando al encuadre que le solía proporcionar esa persiana enmarcando una imaginaria portería, le cabalgó un instante.
La mujer que, en ese momento,  aseguraba el cerrojo del portón le dirigió la típica frase protectora de las madres de ese barrio.
-¿Pero qué haces tan tarde por la calle? ¡Deberías subir a cenar! El muchacho apretó el paso y afrontando los escalones del portal de tres en tres se plantó en el rellano de su casa.
Ese día todavía le tenía guardada una sorpresa que podría marcar un tramo de su vida.  El Aita le abordó con la seriedad habitual, comunicándole que ese equipo con el que se estaba entrenando le quería destinar a una ciudad extremeña para continuar su formación futbolística allí.  Permaneció callado sopesando la noticia, hizo alguna pregunta escueta para completar la información y sin mucha más dilación se escuchó a sí mismo pronunciando la frase que en opinión de su padre arruinaba su carrera como futbolista.
-   ¡¡Yo no me voy a Badajoz!!  
Esa noche, en la cama, protegido por la cercanía del sueño de sus hermanos, comenzó a rememorar imágenes de partidos jugados en los campos helados de pueblos hostiles, en los que un chaval que empieza tiene que intuir la imposibilidad de meter un penalti decisivo al equipo local en los últimos momentos de un partido jugado en esas condiciones.
Súbitamente, comenzó a dibujar en la pared contra la que le gustaba dormir,  las escenas de un partido que tuvo lugar en ese villorrio con cárcel política, cercano a Madrid,  en que recién llegado al equipo y faltando pocos minutos para el final del partido,  un mal despeje de su portero  pone el balón al borde del área contraria, él lo caza con habilidad, y desmallado el esférico al sentir un toque tan sutil, se queda mansamente  muerto delante del defensa  más violento de todos. Con la mayor naturalidad, empuja el balón suavemente a través de unas piernas que se alojan en unas caderas de madera. Sintiendo el bufido del morlaco en el cogote, aprovecha el caño y se abandona a la soledad de enfrentar al guardameta.  El alférez provisional vestido de futbolista, al verse rebasado, le propina una coz que habilita el penalti.
Todavía dolorido y sin saber si el trencilla se ha atrevido a pitar la falta, el medio centro de su equipo, un licenciado en puyas y doctorado en espolones,  le pone el balón en las manos y le espeta:
- ¡Tíralo tú, chaval!
Con la vanidad del novato haciéndole mariposas en el estómago se acomoda la pelota para golpearla con su pierna izquierda, la coloca mordiendo el punto de penalti e inicia una corta carrera.
En ese momento y por primera vez, nota a los aficionados  locales.  Se están posicionando en el fondo de la portería.  Suena el silbato del árbitro y su cuerpo inicia la carrera para golpear la pelota. Una fracción de segundo antes de que su empeine  se case con el esférico todo se ralentiza, y descubre que su mente no le acompaña en el viaje, encontrándose extranjero de sí mismo y rodeado de un silencio estruendoso. La luz, a su vez, se ha hecho cegadora y los espectadores son como monigotes sin contorno.  Se pregunta si allí delante hay alguien tratando de parar ese balón decisivo.  De súbito, el tiempo se descongela e irrumpe algo en él, dictándole que ese balón que salda la contienda  tiene que ir a la grada. Finalmente, el pueblo de cabreros que le contempla no tiene la posibilidad de ejerce la justicia local, apoyada en tricornios acharolados con restos de bocadillo de matanza en los bigotes.
El sueño seguía ausente y su insomnio le facilitaba el seguir evocando situaciones de antiguos partidos que comenzaban  a quemarse en el celuloide de su pared, como esos goles hurtados, y apenas celebrados, a defensas mucho más curtidos en la gramática parda propia de un sargento primera, que ahora brillaban enmarcados por gruesas líneas de cal en el techo de su habitación. Oía las recomendaciones susurradas en vestuarios mal iluminados por el  entrenador de turno, sugiriéndole que tenía que pasarle el balón final a zutanito, recomendado de menganito,  para que brillara ante el ojeador venido de la ignorancia y la desidia.
Se acordaba de ese compañero que siempre estaba a su lado en los viajes incómodos y con el que discutía las jugadas, compartiendo unos botellines en cualquier bar ocasional. Pero sobre todo, le venía repetidamente la coreografía de la jugada que él hacía con regularidad. Esa que le permitía efectuar el control del balón en un solo gesto técnico para poder driblar y tirar.
Poco a poco el cansancio le produjo una cierta melancolía. Este sentimiento le adormilaba y le mecía hacía otras sensaciones y, suavemente, entró en un sueño extraño  que nunca en la vigilia supo descifrar pero que le dejó la premonición de que la vida le proporcionaría momentos en que usaría su exquisito control para regatear otros problemas de mayor calado. Quizá ese pedestal de seguridad sobre el que se elevó para decir su primer no reflexivo al Aita, era el acto fundacional de su ser adulto, el humus del que estaba hecho, la materia que componía su personalidad y que le convertiría en alguien dotado para vivir en plenitud.
Ese adolescente que practicaba un gesto técnico futbolístico contra una pared de una iglesia en los años sesenta, a horas en que el resto de su amigos se dejaban ir por el dial de cualquier programa de radio o se zambullían en novelas del oeste,  estaba  incorporando, no solo la mecánica necesaria para meterle un gol al lucero del alba, sino un conocimiento de vida, al parecer sin fisuras, que le haría caminar incansable hacia cualquier puerto seguro en situaciones difíciles, driblando lo adverso para tirar hacia lo posible.
Pasadas unas décadas y siendo el nuevo siglo un adolescente sin futuro al que le suben achaques prematuros por las piernas, cualquier habitual de las riveras del Manzanares puede observar, en las horas tempranas del día,  que la silueta inicial de ese joven con balón de reglamento, se ha convertido en un hombre de paso rápido y enérgico con gesto concentrado, que parece dirigirse a una meta concreta. La verdad es que su objetivo para las próximas horas puede ser la compra de un kilo de chipirones que ofrecerá, exquisitamente cocinados, a la cuadrilla de amigos que quieran disfrutar de lo mejor de la vida: conversar al amparo de una buena mesa con vino del país y ganas para sentirlo.    
Este hombre que, desde hace un tiempo, siempre habla al oído y musita verdades como puños de una manera callada, a menudo suele disfrazarse de costalero de sus amigos, embalsamador de desavenencias, maestro de obras de su familia o, cuando se lo permite, amamantador de risas y bromas,
Pero si el observador mañanero dispone de una fina agudeza, también será capaz de intuir a un hombre fraguado de una pieza, con sangre vasco-francesa,  que a sus sesenta y tres años, a rendir el próximo veintidós de agosto, te puede decir al final del día, mirándote a los ojos, sin altanería y con la humildad del verdadero amigo, que es un hombre feliz y que posiblemente vivir la vida sea un ejercicio de driblar y tirar hacia lo que está más allá de la situación que encaras en cada momento, dejando que todo lo incorporado en el transcurso de los años, sea el toque sutil que nos lleve a ese claro delante de la portería para gritar ….¡he sido moderadamente feliz!, creyendo firmemente que la vida no consiste en marcar gol.



Autor: Guillermo Álvarez
Fotografía: wikipedia



Gracias a Guillermo por este bello relato lleno de amistad.


Contacto: cosasquesiento@gmail.com
Twitter: @c_grant1 
Facebook: Rita


sábado, 5 de julio de 2014

Infierno habitado


Infierno habitado para Cosas que siento

María vivía en una localidad del sur de la Comunidad de Madrid. Durante casi veinte años, María había trabajado para una empresa de un polígono industrial. En 2009, en plena la crisis, la empresa cerró y despidieron a todo el personal. 
Después de aquello, anduvo buscando trabajo unos meses, pero no encontró nada. Su currículum no reflejaba más estudios que los primarios, un título de EGB del año 89, que había obtenido en el colegio público de su barrio. En aquella época, tenía quince años y nunca había pensado en ir al instituto, sus padres y profesores llevaban tiempo advirtiéndole que no valía para estudiar. Así que, al finalizar octavo, la necesidad de aumentar los ingresos en casa fue más fuerte que sus ganas de seguir más años atada a los libros y a un pupitre.

Yo viví en el mismo barrio que María y estudié EGB en su misma clase. María fue mi mejor amiga de juventud y ayer por la mañana me la encontré sentada en un banco del Retiro.

Llevaba años sin saber de ella. 
Nuestra amistad se forjó en aquel colegio y duró casi una década. Después de acabar en el cole seguimos saliendo juntas. Al cumplir los dieciocho, las dos nos echamos novio. Juan, María, Pedro y yo solíamos salir por ahí las noches de los viernes y sábados. Yo estudiaba y ellos tres trabajaban, pero aquello nunca supuso un problema. Fueron unos años geniales, nos llevábamos muy bien, y disfrutamos mucho juntos. Solíamos pasar el mes de agosto los cuatro en la playa. El resto del año hacíamos también alguna excursión de fin de semana. Teníamos dinero y éramos jóvenes. Pero todo cambió el día en que yo, un año después de terminar en la universidad, conseguí un puesto de maestra en Alicante y decidí dejar Madrid..., y también a Pedro. María y yo seguimos en contacto durante un tiempo. Luego, la lejanía terminó por enfriar nuestra relación.

Ayer al verla después de tantos años me pareció mucho mayor que yo. Fue ella quien me reconoció. Nos abrazamos, saltamos, gritamos... y, acto seguido, María comenzó a hablar. Me contó que Juan y ella seguían juntos y habían tenido dos hijos. Juan estaba en el paro y ella llevaba un mes trabajando por las noches limpiando oficinas, pero su contrato se acababa en julio. Me explicó cómo la despidieron de aquella empresa después de muchos años de duro trabajo y bajo sueldo. En 2010 había vuelto a estudiar, se había matriculado en un centro de adultos y sacado el título de la ESO. El curso pasado terminó un ciclo de grado medio y ahora estaba preparándose para unas oposiciones.

A pesar de las circunstancias, hasta ahí el tono de su relato me pareció ilusionado, pero, de repente, su voz se quebró. Rompió a llorar y, entre lágrimas, empezó a darme más detalles de su situación económica. Llevaban dos meses sin pagar la hipoteca y con la luz cortada. Durante estos últimos cuatro años, Juan había sido el sostén económico en casa, pero en 2012 fue también despedido del ayuntamiento para el que trabajaba y la prestación por desempleo se le había acabado hacía cuatro meses. Los del banco no paraban de llamarles por tener la cuenta al descubierto y varios recibos devueltos. El colegio de los niños les había mandado una carta por falta de pago del último trimestre del comedor. El verano se planteaba lleno de problemas, no les quedaba dinero ni para comer. En este punto, yo también me vine abajo, la abracé y comencé a llorar con ella. No sabía qué otra cosa hacer ni decir. Saqué cincuenta euros del monedero de mi bolso junto con una tarjeta con mi nombre y teléfono. Puse ambas cosas en su mano. María hizo un pequeño gesto de rechazo. Apreté sus dos manos con las mías, y ella me dio las gracias... Nos despedimos en silencio.

Anoche no pude dormir. El resumen de mi vida después de salir de Madrid no paraba de dar vueltas en mi cabeza junto a una pregunta. Me fui a Alicante, me volví a enamorar, me casé con un compañero madrileño que también consiguió su primer destino en mi centro, nos compramos un piso, tuvimos dos hijos, cuando pudimos nos volvimos a Madrid, no tenemos problemas de dinero, y somos muy felices; pero..., ¿qué habría sido de mí, si mis padres o alguno de mis profesores del colegio, del instituto o la universidad me hubieran dicho que yo no valía para estudiar?


Autor: Luis Cuesta
Fotografía: wikipedia


Gracias a mi amigo Luis por este maravilloso relato lleno de emociones y sentimientos.



Contacto: cosasquesiento@gmail.com
Twitter: @c_grant1 
Facebook: Rita


lunes, 30 de junio de 2014

Mensaje en una botella



mensaje para Cosas que siento


El temporal había pasado y las olas volvían a acariciar la orilla. La espuma se metía entre los dedos de sus pies y le hacía cosquillas, como cuando Ingrid se los besaba para despertarle entre sonrisas. Era una de las cosas que más le gustaban de ella, la forma en que le besaba los pies. 

Respiró hondo y siguió caminando por la playa mientras pensaba en su vida itinerante a bordo de su particular Pequod, en busca de un destino que le había llevado a aquella isla y le había permitido conocerla a ella, la mujer con la que quería pasar los últimos años de su vida.

Estuvo a punto de pisarla, pero retiró el pie a tiempo. La botella estaba medio enterrada en la arena, como una ballena a la que se le hubiera terminado la literatura y las ganas de vivir. Tenía un brillo especial. Pensó moverla con el pie, pero decidió agacharse y mirar en su interior. Tal vez escondiera un mensaje, se dijo, como en las historias románticas que había vivido a lo largo de su vida en brazos de mujeres maduras que le enseñaron todo lo que sabía. Ahora su vida había dado un vuelco. Ingrid tenía cuarenta años menos que él y la gente los miraba con extrañeza. Esa historia no podía durar, decían algunos, era imposible. Seguro que ella le sería infiel en cuanto apareciera alguien de su edad, comentaban otros, para añadir que la vida poseía una lógica determinada y nadie podía romperla, ni siquiera un aventurero como él. Les separaba más que una vida de experiencias, se escuchaba también en aquella ciudad donde no ocurrían demasiadas cosas de interés, y pronto chocarían hasta hacerse daño. Ellos reían, y se pasaban el tiempo haciendo el amor, hablando y caminando por la playa donde él acababa de encontrar una botella que brillaba de forma especial.

Movió la botella varias veces y consiguió sacar un pequeño estuche de su interior que, en efecto, contenía un mensaje.

Era de Ingrid.




Autor: Justo Sotelo
Cuento publicado en DiarioProgresista  el 24 de enero de 2014.

Fotografía: wikipedia




Contacto: cosasquesiento@gmail.com

Twitter: @c_grant1 
Facebook: Rita


viernes, 20 de junio de 2014

Había prisa


prisa para Cosas que siento


Había prisa. Y cuando hay prisa cualquier momento y lugar son propicios para amarse. Llevaban dos semanas sin un momento. Dos semanas de miradas cruzadas, de deseo en sus labios, de ardiente suspirar. Encontraron un instante y se refugiaron veloces en el servicio de aquel pub.
Había prisa. No se quitaron la ropa, solo la justa para amarse. Él la cogió en alto, ella cabalgó sobre sus caderas sin parar. Él se volvía loco estando dentro de ella, llenando su hermosa profundidad, ella no quería que abandonase su cuerpo nunca. El sudor les recorría, los jadeos les empapaban, el éxtasis les alcanzó raudo y gozoso. Les hizo temblar de placer.
Había prisa. Se besaron, se dijeron cuánto se amaban, se colocaron las vestimentas y regresaron cada uno a su lugar. Había prisa por volver a la normalidad, por no levantar sospechas, porque su mundo de razas enfrentadas y prohibido amor continuase siendo lo que era: un absoluto secreto.


Autora: Eva Zamora



Fotografía: wikipedia


Contacto: cosasquesiento@gmail.com

Twitter: @c_grant1 
Facebook: Rita