miércoles, 30 de julio de 2014

Nuestras noches


luna para Cosas que siento

Déjame arroparte con mi risa.

Déjame soñar con otros veranos.

Déjame volar muy alto,
para poder apagar la luna
y hacer nuestras noches eternas.

29/VII/14

Fotografía: wikipedia


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martes, 29 de julio de 2014

Olvido


VG para Cosas que siento


Murieron todas las estrellas del cielo
el mismo día que olvidó su nombre.

29/VII/14

Fotografía: wikipedia


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lunes, 28 de julio de 2014

Te he buscado


amapolas rojas para Cosas que siento

Te he buscado
entre gotas de lluvia
y aire de amapolas.

Te he buscado
en los amaneceres 
con gotas de rocío
y sombras nocturnas.

Te he buscado
entre mis recuerdos
mezclados con sueños esperados.

Te he buscado.

Te he buscado
con todo mi ser
y no te he encontrado.

25/VII/14

Fotografía: wikipedia


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domingo, 27 de julio de 2014

Noches de verano

lágrimas slorenzo para Cosas que siento

Aterrizaron tus lágrimas
sobre el frío asfalto
y al evaporarse
se convirtieron en bellas estrellas.

Estrellas fugaces
que solo brillan
en noches de verano.

Noches que sellan el amor eterno.

26/VII/14

Fotogafía: wikipedia


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sábado, 26 de julio de 2014

I love London

















Con estas imágenes sobran las palabras.

Gracias a mis compañeros de viaje por hacer de Londres un lugar inolvidable.


Fotografías: álbum personal.



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jueves, 24 de julio de 2014

El exquisito gesto técnico de driblar y tirar

fútbol para Cosas que siento

Oscurecía en la plaza. El bullicio habitual del lugar se había apaciguado y las farolas empezaban a crear círculos amarillentos alrededor de un muchacho que se movía con gestos precisos alrededor de un balón de reglamento. Podía ser principios de octubre y un nuevo curso académico estaba a punto de comenzar.
El chaval golpeaba incansablemente el balón contra el muro de la iglesia que acotaba ese lado de la plaza. Era el único  trozo de pared  que quedaba liberado de puertas y escalones. Una y otra vez encaraba el esférico en la misma posición: la pierna derecha atornillada a la tierra, los hombros y las caderas acompañando el giro que iniciaba en cuanto el balón se alojaba en el empeine de su pié izquierdo. Durante toda la danza, la pelota no se movía ni un milímetro de su nido hasta que una descarga eléctrica la impulsaba a una velocidad de vértigo contra la pared, produciendo un sonido grave que satisfacía al jugador.
El posible contrincante, en ese momento en el imaginario del  joven, quedaba burlado por ese regatear y tirar pleno de eficacia y belleza.
        Desde la ventana de un piso, que en los barrios altos llamarían principal y que en esa hondonada era simplemente el primero encima de la churrería, se destacó el perfil de una persona que con gesto mecánico abrió el picaporte de la ventana y profirió la consabida llamada de “a cenar”,  produciendo un efecto, apenas perceptible,  en el muchacho que continuaba con su ritual.
Se disponía a golpear nuevamente la pelota cuando el sonido de ese reclamo se hizo, por fin, consciente en su mente, notando un matiz de apremio que lo paralizó durante un instante.  Sin casi interrupción, la mecánica de tiro se apoderó de él y su pié izquierdo golpeó una vez más el balón, secamente, con una potencia superior a todos los remates previos.  Quería cerrar la jornada con la mejor colocación de toda la  noche. La pelota rebotó contra la pared volviendo mansamente a la cercanía del jugador, como esos perros amados que después de una jornada de carreras y mimos se refugian entre las piernas de sus dueños.
Se volvía ensimismado hacia su casa cuando el cierre metálico del comercio que aún permanecía abierto se cerró con estruendo. Su imagen disparando al encuadre que le solía proporcionar esa persiana enmarcando una imaginaria portería, le cabalgó un instante.
La mujer que, en ese momento,  aseguraba el cerrojo del portón le dirigió la típica frase protectora de las madres de ese barrio.
-¿Pero qué haces tan tarde por la calle? ¡Deberías subir a cenar! El muchacho apretó el paso y afrontando los escalones del portal de tres en tres se plantó en el rellano de su casa.
Ese día todavía le tenía guardada una sorpresa que podría marcar un tramo de su vida.  El Aita le abordó con la seriedad habitual, comunicándole que ese equipo con el que se estaba entrenando le quería destinar a una ciudad extremeña para continuar su formación futbolística allí.  Permaneció callado sopesando la noticia, hizo alguna pregunta escueta para completar la información y sin mucha más dilación se escuchó a sí mismo pronunciando la frase que en opinión de su padre arruinaba su carrera como futbolista.
-   ¡¡Yo no me voy a Badajoz!!  
Esa noche, en la cama, protegido por la cercanía del sueño de sus hermanos, comenzó a rememorar imágenes de partidos jugados en los campos helados de pueblos hostiles, en los que un chaval que empieza tiene que intuir la imposibilidad de meter un penalti decisivo al equipo local en los últimos momentos de un partido jugado en esas condiciones.
Súbitamente, comenzó a dibujar en la pared contra la que le gustaba dormir,  las escenas de un partido que tuvo lugar en ese villorrio con cárcel política, cercano a Madrid,  en que recién llegado al equipo y faltando pocos minutos para el final del partido,  un mal despeje de su portero  pone el balón al borde del área contraria, él lo caza con habilidad, y desmallado el esférico al sentir un toque tan sutil, se queda mansamente  muerto delante del defensa  más violento de todos. Con la mayor naturalidad, empuja el balón suavemente a través de unas piernas que se alojan en unas caderas de madera. Sintiendo el bufido del morlaco en el cogote, aprovecha el caño y se abandona a la soledad de enfrentar al guardameta.  El alférez provisional vestido de futbolista, al verse rebasado, le propina una coz que habilita el penalti.
Todavía dolorido y sin saber si el trencilla se ha atrevido a pitar la falta, el medio centro de su equipo, un licenciado en puyas y doctorado en espolones,  le pone el balón en las manos y le espeta:
- ¡Tíralo tú, chaval!
Con la vanidad del novato haciéndole mariposas en el estómago se acomoda la pelota para golpearla con su pierna izquierda, la coloca mordiendo el punto de penalti e inicia una corta carrera.
En ese momento y por primera vez, nota a los aficionados  locales.  Se están posicionando en el fondo de la portería.  Suena el silbato del árbitro y su cuerpo inicia la carrera para golpear la pelota. Una fracción de segundo antes de que su empeine  se case con el esférico todo se ralentiza, y descubre que su mente no le acompaña en el viaje, encontrándose extranjero de sí mismo y rodeado de un silencio estruendoso. La luz, a su vez, se ha hecho cegadora y los espectadores son como monigotes sin contorno.  Se pregunta si allí delante hay alguien tratando de parar ese balón decisivo.  De súbito, el tiempo se descongela e irrumpe algo en él, dictándole que ese balón que salda la contienda  tiene que ir a la grada. Finalmente, el pueblo de cabreros que le contempla no tiene la posibilidad de ejerce la justicia local, apoyada en tricornios acharolados con restos de bocadillo de matanza en los bigotes.
El sueño seguía ausente y su insomnio le facilitaba el seguir evocando situaciones de antiguos partidos que comenzaban  a quemarse en el celuloide de su pared, como esos goles hurtados, y apenas celebrados, a defensas mucho más curtidos en la gramática parda propia de un sargento primera, que ahora brillaban enmarcados por gruesas líneas de cal en el techo de su habitación. Oía las recomendaciones susurradas en vestuarios mal iluminados por el  entrenador de turno, sugiriéndole que tenía que pasarle el balón final a zutanito, recomendado de menganito,  para que brillara ante el ojeador venido de la ignorancia y la desidia.
Se acordaba de ese compañero que siempre estaba a su lado en los viajes incómodos y con el que discutía las jugadas, compartiendo unos botellines en cualquier bar ocasional. Pero sobre todo, le venía repetidamente la coreografía de la jugada que él hacía con regularidad. Esa que le permitía efectuar el control del balón en un solo gesto técnico para poder driblar y tirar.
Poco a poco el cansancio le produjo una cierta melancolía. Este sentimiento le adormilaba y le mecía hacía otras sensaciones y, suavemente, entró en un sueño extraño  que nunca en la vigilia supo descifrar pero que le dejó la premonición de que la vida le proporcionaría momentos en que usaría su exquisito control para regatear otros problemas de mayor calado. Quizá ese pedestal de seguridad sobre el que se elevó para decir su primer no reflexivo al Aita, era el acto fundacional de su ser adulto, el humus del que estaba hecho, la materia que componía su personalidad y que le convertiría en alguien dotado para vivir en plenitud.
Ese adolescente que practicaba un gesto técnico futbolístico contra una pared de una iglesia en los años sesenta, a horas en que el resto de su amigos se dejaban ir por el dial de cualquier programa de radio o se zambullían en novelas del oeste,  estaba  incorporando, no solo la mecánica necesaria para meterle un gol al lucero del alba, sino un conocimiento de vida, al parecer sin fisuras, que le haría caminar incansable hacia cualquier puerto seguro en situaciones difíciles, driblando lo adverso para tirar hacia lo posible.
Pasadas unas décadas y siendo el nuevo siglo un adolescente sin futuro al que le suben achaques prematuros por las piernas, cualquier habitual de las riveras del Manzanares puede observar, en las horas tempranas del día,  que la silueta inicial de ese joven con balón de reglamento, se ha convertido en un hombre de paso rápido y enérgico con gesto concentrado, que parece dirigirse a una meta concreta. La verdad es que su objetivo para las próximas horas puede ser la compra de un kilo de chipirones que ofrecerá, exquisitamente cocinados, a la cuadrilla de amigos que quieran disfrutar de lo mejor de la vida: conversar al amparo de una buena mesa con vino del país y ganas para sentirlo.    
Este hombre que, desde hace un tiempo, siempre habla al oído y musita verdades como puños de una manera callada, a menudo suele disfrazarse de costalero de sus amigos, embalsamador de desavenencias, maestro de obras de su familia o, cuando se lo permite, amamantador de risas y bromas,
Pero si el observador mañanero dispone de una fina agudeza, también será capaz de intuir a un hombre fraguado de una pieza, con sangre vasco-francesa,  que a sus sesenta y tres años, a rendir el próximo veintidós de agosto, te puede decir al final del día, mirándote a los ojos, sin altanería y con la humildad del verdadero amigo, que es un hombre feliz y que posiblemente vivir la vida sea un ejercicio de driblar y tirar hacia lo que está más allá de la situación que encaras en cada momento, dejando que todo lo incorporado en el transcurso de los años, sea el toque sutil que nos lleve a ese claro delante de la portería para gritar ….¡he sido moderadamente feliz!, creyendo firmemente que la vida no consiste en marcar gol.



Autor: Guillermo Álvarez
Fotografía: wikipedia



Gracias a Guillermo por este bello relato lleno de amistad.


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miércoles, 23 de julio de 2014

Si supiera...


Abrazo para Cosas que siento

Si supiera yo
que no me queda más
de una hora de poder vivir,
la querría pasar
solo junto a ti
abrazada a ti.

Moriría feliz.

19/X/1988

Fotografía: wikipedia


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