Oscurecía en la
plaza. El bullicio habitual del lugar se había apaciguado y las farolas
empezaban a crear círculos amarillentos alrededor de un muchacho que se movía
con gestos precisos alrededor de un balón de reglamento. Podía ser principios
de octubre y un nuevo curso académico estaba a punto de comenzar.
El chaval golpeaba
incansablemente el balón contra el muro de la iglesia que acotaba ese lado de
la plaza. Era el único trozo de
pared que quedaba liberado de puertas y
escalones. Una y otra vez encaraba el esférico en la misma posición: la pierna
derecha atornillada a la tierra, los hombros y las caderas acompañando el giro
que iniciaba en cuanto el balón se alojaba en el empeine de su pié izquierdo.
Durante toda la danza, la pelota no se movía ni un milímetro de su nido hasta
que una descarga eléctrica la impulsaba a una velocidad de vértigo contra la
pared, produciendo un sonido grave que satisfacía al jugador.
El posible
contrincante, en ese momento en el imaginario del joven, quedaba burlado por ese regatear y
tirar pleno de eficacia y belleza.
Desde la ventana de un piso, que en los
barrios altos llamarían principal y que en esa hondonada era simplemente el
primero encima de la churrería, se destacó el perfil de una persona que con
gesto mecánico abrió el picaporte de la ventana y profirió la consabida llamada
de “a cenar”, produciendo un efecto,
apenas perceptible, en el muchacho que
continuaba con su ritual.
Se disponía a
golpear nuevamente la pelota cuando el sonido de ese reclamo se hizo, por fin, consciente
en su mente, notando un matiz de apremio que lo paralizó durante un instante. Sin casi interrupción, la mecánica de tiro se
apoderó de él y su pié izquierdo golpeó una vez más el balón, secamente, con
una potencia superior a todos los remates previos. Quería cerrar la jornada con la mejor
colocación de toda la noche. La pelota
rebotó contra la pared volviendo mansamente a la cercanía del jugador, como
esos perros amados que después de una jornada de carreras y mimos se refugian
entre las piernas de sus dueños.
Se volvía
ensimismado hacia su casa cuando el cierre metálico del comercio que aún
permanecía abierto se cerró con estruendo. Su imagen disparando al encuadre que
le solía proporcionar esa persiana enmarcando una imaginaria portería, le
cabalgó un instante.
La mujer que, en
ese momento, aseguraba el cerrojo del
portón le dirigió la típica frase protectora de las madres de ese barrio.
-¿Pero qué haces tan tarde por la calle? ¡Deberías
subir a cenar! El muchacho apretó el paso y afrontando los escalones del portal
de tres en tres se plantó en el rellano de su casa.
Ese día todavía le
tenía guardada una sorpresa que podría marcar un tramo de su vida. El Aita le abordó con la seriedad habitual,
comunicándole que ese equipo con el que se estaba entrenando le quería destinar
a una ciudad extremeña para continuar su formación futbolística allí. Permaneció callado sopesando la noticia, hizo
alguna pregunta escueta para completar la información y sin mucha más dilación
se escuchó a sí mismo pronunciando la frase que en opinión de su padre
arruinaba su carrera como futbolista.
-
¡¡Yo no me voy a Badajoz!!
Esa noche, en la
cama, protegido por la cercanía del sueño de sus hermanos, comenzó a rememorar
imágenes de partidos jugados en los campos helados de pueblos hostiles, en los
que un chaval que empieza tiene que intuir la imposibilidad de meter un penalti
decisivo al equipo local en los últimos momentos de un partido jugado en esas
condiciones.
Súbitamente,
comenzó a dibujar en la pared contra la que le gustaba dormir, las escenas de un partido que tuvo lugar en
ese villorrio con cárcel política, cercano a Madrid, en que recién llegado al equipo y faltando
pocos minutos para el final del partido,
un mal despeje de su portero pone
el balón al borde del área contraria, él lo caza con habilidad, y desmallado el
esférico al sentir un toque tan sutil, se queda mansamente muerto delante del defensa más violento de todos. Con la mayor
naturalidad, empuja el balón suavemente a través de unas piernas que se alojan
en unas caderas de madera. Sintiendo el bufido del morlaco en el cogote,
aprovecha el caño y se abandona a la soledad de enfrentar al guardameta. El alférez provisional vestido de futbolista,
al verse rebasado, le propina una coz que habilita el penalti.
Todavía dolorido y
sin saber si el trencilla se ha atrevido a pitar la falta, el medio centro de
su equipo, un licenciado en puyas y doctorado en espolones, le pone el balón en las manos y le espeta:
- ¡Tíralo tú, chaval!
Con la vanidad del
novato haciéndole mariposas en el estómago se acomoda la pelota para golpearla
con su pierna izquierda, la coloca mordiendo el punto de penalti e inicia una
corta carrera.
En ese momento y
por primera vez, nota a los aficionados locales.
Se están posicionando en el fondo de la
portería. Suena el silbato del árbitro y
su cuerpo inicia la carrera para golpear la pelota. Una fracción de segundo
antes de que su empeine se case con el
esférico todo se ralentiza, y descubre que su mente no le acompaña en el viaje,
encontrándose extranjero de sí mismo y rodeado de un silencio estruendoso. La
luz, a su vez, se ha hecho cegadora y los espectadores son como monigotes sin
contorno. Se pregunta si allí delante
hay alguien tratando de parar ese balón decisivo. De súbito, el tiempo se descongela e irrumpe
algo en él, dictándole que ese balón que salda la contienda tiene que ir a la grada. Finalmente, el
pueblo de cabreros que le contempla no tiene la posibilidad de ejerce la
justicia local, apoyada en tricornios acharolados con restos de bocadillo de matanza
en los bigotes.
El sueño seguía
ausente y su insomnio le facilitaba el seguir evocando situaciones de antiguos
partidos que comenzaban a quemarse en el
celuloide de su pared, como esos goles hurtados, y apenas celebrados, a
defensas mucho más curtidos en la gramática parda propia de un sargento
primera, que ahora brillaban enmarcados por gruesas líneas de cal en el techo
de su habitación. Oía las recomendaciones susurradas en vestuarios mal
iluminados por el entrenador de turno,
sugiriéndole que tenía que pasarle el balón final a zutanito, recomendado de
menganito, para que brillara ante el
ojeador venido de la ignorancia y la desidia.
Se acordaba de ese
compañero que siempre estaba a su lado en los viajes incómodos y con el que
discutía las jugadas, compartiendo unos botellines en cualquier bar ocasional.
Pero sobre todo, le venía repetidamente la coreografía de la jugada que él
hacía con regularidad. Esa que le permitía efectuar el control del balón en un
solo gesto técnico para poder driblar y tirar.
Poco a poco el
cansancio le produjo una cierta melancolía. Este sentimiento le adormilaba y le
mecía hacía otras sensaciones y, suavemente, entró en un sueño extraño que nunca en la vigilia supo descifrar pero
que le dejó la premonición de que la vida le proporcionaría momentos en que usaría
su exquisito control para regatear otros problemas de mayor calado. Quizá ese
pedestal de seguridad sobre el que se elevó para decir su primer no reflexivo
al Aita, era el acto fundacional de su ser adulto, el humus del que estaba
hecho, la materia que componía su personalidad y que le convertiría en alguien
dotado para vivir en plenitud.
Ese adolescente
que practicaba un gesto técnico futbolístico contra una pared de una iglesia en
los años sesenta, a horas en que el resto de su amigos se dejaban ir por el
dial de cualquier programa de radio o se zambullían en novelas del oeste, estaba
incorporando, no solo la mecánica necesaria para meterle un gol al
lucero del alba, sino un conocimiento de vida, al parecer sin fisuras, que le
haría caminar incansable hacia cualquier puerto seguro en situaciones
difíciles, driblando lo adverso para tirar hacia lo posible.
Pasadas unas
décadas y siendo el nuevo siglo un adolescente sin futuro al que le suben
achaques prematuros por las piernas, cualquier habitual de las riveras del
Manzanares puede observar, en las horas tempranas del día, que la silueta inicial de ese joven con balón
de reglamento, se ha convertido en un hombre de paso rápido y enérgico con
gesto concentrado, que parece dirigirse a una meta concreta. La verdad es que
su objetivo para las próximas horas puede ser la compra de un kilo de
chipirones que ofrecerá, exquisitamente cocinados, a la cuadrilla de amigos que
quieran disfrutar de lo mejor de la vida: conversar al amparo de una buena mesa
con vino del país y ganas para sentirlo.
Este hombre que,
desde hace un tiempo, siempre habla al oído y musita verdades como puños de una
manera callada, a menudo suele disfrazarse de costalero de sus amigos,
embalsamador de desavenencias, maestro de obras de su familia o, cuando se lo
permite, amamantador de risas y bromas,
Pero si el
observador mañanero dispone de una fina agudeza, también será capaz de intuir a
un hombre fraguado de una pieza, con sangre vasco-francesa, que a sus sesenta y tres años, a rendir el
próximo veintidós de agosto, te puede decir al final del día, mirándote a los
ojos, sin altanería y con la humildad del verdadero amigo, que es un hombre
feliz y que posiblemente vivir la vida sea un ejercicio de driblar y tirar
hacia lo que está más allá de la situación que encaras en cada momento, dejando
que todo lo incorporado en el transcurso de los años, sea el toque sutil que
nos lleve a ese claro delante de la portería para gritar ….¡he sido
moderadamente feliz!, creyendo firmemente que la vida no consiste en marcar gol.
Autor: Guillermo Álvarez
Fotografía: wikipedia
Gracias a Guillermo por este bello relato lleno de amistad.
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